Propuestas para la búsqueda de alternativas desde lo colectivo.

Luis González Reyes, co-coordinador de Ecologistas en Acción. Revista El Ecologista nº 61

Es necesario un replanteamiento de los movimientos sociales que permita ampliar su campo de trabajo e influencia. Una posible estrategia consiste en mejorar su capacidad de satisfacer necesidades y de promover la ilusión por los cambios hacia un mundo más justo y sostenible, favoreciendo las soluciones más integradoras desde el ámbito colectivo.

En general, las personas nos movilizamos por dos tipos de impulsos: nuestras emociones y nuestras necesidades. Manfred Max-Neef propone una clasificación de estas últimas, que contempla no sólo la necesidad de subsistencia, sino también la protección, el afecto, la identidad, la participación, el ocio, la creación, el entendimiento y la libertad. Además, las necesidades se pueden analizar tanto en un plano individual como colectivo, es decir, que las tenemos las personas, pero también las sociedades, entendiendo éstas como un ente distinto a los individuos (son más que la suma de las personas). Las necesidades así entendidas son universales y no cambian a lo largo de la historia. Lo que sí varía según la cultura son los satisfactores utilizados para cubrirlas.

Las distintas formas de dar salida a nuestros sentimientos y necesidades dependen del sistema de valores que tengamos, de nuestra forma de ver el mundo. Podríamos hablar de dos sistemas básicos: los que se basan en lo individual y los que lo hacen en lo colectivo. Si mis valores son individualistas, tenderé a buscar satisfactores de mis necesidades y salidas a mis emociones enfocados hacia mí. En cambio, las personas y sociedades que se centran más en lo colectivo buscarán soluciones más integradoras.

Sobre necesidades

Partiendo de este marco, y como propone Ángel Calle, podemos entender los movimientos sociales como satisfactores de necesidades (como la identidad, el entendimiento y la participación) desde valores basados en lo colectivo. Es decir, que facilitamos a la sociedad, a las personas y, claro, a nosotr@s mism@s, el entendimiento del mundo que nos rodea, la construcción de una identidad y la posibilidad de participación social.

De este modo, una primera línea de actuación para el crecimiento de las organizaciones sociales es aumentar el número de las necesidades que cubrimos, consiguiendo hibridarnos con más gente. No es muy razonable plantear que vamos a ser capaces de hacer más con las mismas fuerzas, como hemos intentando repetidamente. Tendremos que buscar estrategias para hacer “más con más”. Más campos de trabajo con más personas en nuestras organizaciones a través de ampliar las necesidades a las que damos respuesta desde los movimientos sociales.

Un buen ejemplo están siendo los grupos de consumo autogestionado que, entre otras, satisfacen la necesidad de subsistencia. Los grupos de consumo son una de las experiencias más interesantes de los últimos años en cuanto a crecimiento, capacidad de atraer a gente distinta de la que solemos tratar y autoorganización social sobre la base de criterios de sostenibilidad.

Desde esta perspectiva, podríamos intentar un replanteamiento de los movimientos sociales encaminado a que más capas sociales puedan satisfacer sus necesidades con estrategias basadas en un sistema de valores desde lo colectivo. Reforzar y ampliar esta línea de trabajo permitiría, además, ir construyendo modelos alternativos de tejer las relaciones sociales.

El tipo de satisfactores que pongamos en práctica tendrán que liberar territorios y ámbitos (tiempos) de nuestra vida de la lógica del máximo beneficio individual capitalista. Esos tiempos pueden recuperarse gracias a las necesidades que satisfacemos con lógicas colectivas. Los espacios parten de la creación de lugares físicos donde las distintas organizaciones sociales nos estructuremos y encontremos.

Pero, centrar más esfuerzos en la construcción de estos satisfactores transformadores no evita que tengamos que seguir dedicando muchas ganas a que estos satisfactores sean posibles. La propuesta es hacer “más con más”, no “distinto con más”. Es decir, que la tarea que absorbe hoy por hoy el grueso del esfuerzo ecologista, luchar contra el modelo y las políticas que están destruyendo el entorno y las personas, sigue siendo necesaria. Y es necesaria para abrir (o dejar abiertas al menos) puertas para la construcción de esos satisfactores sostenibles de nuestras necesidades.

Esta lectura basada en las necesidades no cubiertas (o mal cubiertas), permite que el sujeto del cambio que se puede dibujar sean las personas que tienen conciencia de tener sus necesidades insatisfechas (ojo, no sólo las de subsistencia) y cuyos valores pivoten, o puedan llegar a hacerlo, desde lo colectivo. Es decir, que no sólo quien pasa hambre o tiene falta de libertad se encuentra motivad@ para el cambio, sino que también lo puede estar quien se da cuenta de que en esta sociedad no va a poder cubrir su necesidad de afecto porque… ¿cuánta energía ponemos en marcha cuando queremos ligar?

Llevar esta lógica al extremo significaría que, tal vez, un alto directivo quemado, p. ej. de una multinacional minera, puede convertirse en parte del cambio hacia otro modelo, siempre y cuando tome conciencia de su situación y actúe en consecuencia. Así, igual tendríamos que pensar (o repensar) a quiénes dirigimos nuestros mensajes.

A estas alturas tendríamos una notable panoplia de sujetos de cambio y de tipos de actividades que llevar a cabo. La coordinación de toda esa diversidad tiene que tejerse en red. Una coordinación en red donde las relaciones cobren tanta importancia como los nodos (los colectivos de personas organizadas), donde las conexiones puedan ser modificadas en función de las líneas de trabajo que enfrentemos (cambio climático, conservación de espacios, UE, grupos de consumo…), donde puedan emerger potencialidades que no son la suma de las partes de la red sino su multiplicación. Este tipo de coordinación nos va a obligar a aprender a gestionar la diversidad, una tarea que tenemos pendiente y que nunca llegaremos a controlar, pero sí a mejorar.

Sobre emociones

Respecto al segundo aspecto, el de las emociones, probablemente la principal emoción desmovilizadora es el miedo. El miedo a perder el trabajo, a quien es de otro país, al rechazo social, al cambio, a no ser querid@s… Es verdad que el miedo en determinadas circunstancias puede ser un acicate y no un agente paralizador, que el intento de escapar del miedo nos impulsa a veces hacia el cambio. Sin embargo, en la sociedad actual el miedo es, sobre todo, miedo al propio cambio y, por lo tanto, es mayoritariamente paralizador.

Un miedo que desde los movimientos sociales se está intentando encarar con otra emoción: la ilusión, reflejada en lemas como “sí se puede” u “otro mundo es posible”. La idea no sería negar el miedo, sino que éste se vea superado por la ilusión, desterrando la losa del “no hay alternativa” impuesta por el neoliberalismo.

No se trata de generar falsas ilusiones, sino de creernos el poder que realmente tenemos. Percibir que todo no está perdido y que, mediante la organización colectiva, podemos empujar cambios sociales. Consiste en sentirnos sujetos y no objetos. En definitiva, consiste en entender que el éxito de revoluciones pretéritas se debió, en parte, a que se creyeron que lo podían lograr.

Hay una tercera emoción que tiene mucho que ver con nuestro quehacer: el placer. La sociedad actual busca el placer individual e inmediato, pero… los cambios sociales y personales siempre conllevan una dosis de dolor. Un aprendizaje valioso sería conseguir resistir la frustración, encontrar la felicidad también en el esfuerzo.

Tampoco deberíamos olvidar la rabia que surge de la empatía con quienes sufren o frente a los espacios destrozados. Lo que l@s zapatistas han llamado “digna rabia”. La rabia es un acicate potentísimo para muchas personas, y no sólo puede ser destructiva (los cambios implican necesariamente la desaparición de elementos anteriores) sino que también puede canalizarse de forma creativa.

Relacionado con las emociones está la situación de crisis en la que vivimos, una crisis socioambiental que también es económica. Al igual que las crisis personales suponen momentos en los que evolucionamos a gran velocidad, una crisis social puede significar la misma oportunidad de cambio social, aunque implique un trauma.

Por último, atender a los sentimientos no es sólo entender a la persona en su complejidad (no somos sólo mente) en nuestros colectivos, sino hacerlo también cuando interaccionamos con el resto de la sociedad. Ahí está una de las claves del éxito de los carteles de ConsumeHastaMorir o de darle cabida a lo lúdico en las acciones que llevamos a cabo.

Sobre valores

El tercero de los elementos es el de los valores. Nuestro sistema de valores, nuestra forma de ver el mundo y de proyectarlo, termina potenciando (o mostrando) nuestra forma de ser y de hacer. Y ese sistema de valores no es algo de nacimiento, sino que se construye y modifica a lo largo de nuestra vida.

El trabajo con los valores es un trabajo educativo, entendiendo que cambiamos, nos educamos, durante toda nuestra vida, aunque este cambio no es siempre al mismo ritmo. Cuando somos más jóvenes, nuestra inteligencia es de tipo fluido: no tenemos muchos esquemas todavía formados y estamos montándolos; mientras que de adult@s nuestra inteligencia se va cristalizando en torno a dichos esquemas. Ambos tipos de inteligencia tienen sus puntos fuertes y débiles. La fluida absorbe con mucha más facilidad y es capaz de acoger ideas más dispares, pero tiene dificultad para asimilarlas. En cambio, la cristalizada asimila muy bien, pero es más resistente a nuevas formas de ver la vida.

Lo fundamental es que ambas inteligencias son capaces de cambiar, pero que las estrategias que tendremos que seguir para aproximarnos a una y otra serán distintas. Mientras en la fluida no encontraremos grandes resistencias a ideas sobre y desde lo colectivo, en la cristalizada tendremos que diseñar el acompañamiento para el proceso doloroso de ruptura de esquemas previos y su sustitución por otros con una visión más global.

No se trata de una educación tipo comida de coco, sino de un aprendizaje dialógico en el que las personas tengan el control compartido del proceso de enseñanza-aprendizaje. Este tipo de educación, además de dar los mejores resultados en aprendizajes, potencia la solidaridad y la cooperación, es decir, los valores colectivos.

Este proceso educativo se enmarca en la era de la comunicación (o de la incomunicación, según se mire), donde conseguir hablar un idioma común con el resto de la sociedad es fundamental. Un idioma que tome, por ejemplo, el mensaje publicitario y audiovisual como herramienta para plantear nuestro discurso. La globalización ha conseguido unificar cada vez más los lenguajes y por esa brecha también podemos entrar nosotr@s.

Ahora bien, nuestro discurso debe ser sólido y coherente para que pueda ser valorado como esquema que merezca la pena. De este modo, ante la situación de insostenibilidad estructural del modelo actual, nosotr@s planteamos algo radicalmente distinto: queremos que el consumo de energía y materia decrezca para vivir mejor, perder más tiempo para disfrutarlo, mezclarnos más para estar más segur@s o reducir las autopistas para movernos mejor. Defender abiertamente que es dentro de la lógica del máximo beneficio individual donde realmente “no hay alternativa”, que necesitamos cambiar las reglas del juego. No es el mensaje radical (en el sentido de ir a la raíz) el que nos impide comunicarnos, es el mensaje confuso y difuso, y la falta de lenguaje, de sentido, compartido.

¿Qué podría salir de todo esto?

Para terminar, un trabajo de este tipo podría suponer un crecimiento de los movimientos sociales y, con ello, una mayor diversidad interna. Este fortalecimiento podría conseguir torcer la mano del gran capital, liberando a opresores y oprimid@s. Eso sí, el final podría ser como el que plantea la tercera entrega de Matrix, donde los dos polos acabasen superados por la emergencia de algo nuevo.