La producción de alimentos debe aumentarse en un 70% para el año 2050.

Gemma Durán Romero (Universidad Autónoma de Madrid, UAM) y José Manuel García de la Cruz (UAM y colaborador de Economistas sin Fronteras). Revista El Ecologista nº 80.

Aunque se ha conseguido incrementar la producción de alimentos y reducir en parte el número de personas que pasan hambre, el sistema agroalimentario industrial ha provocado un fuerte alejamiento de las pautas naturales. Esta situación ha originado un esquema alimentario muy centrado en los intereses corporativos y del mercado, la pobreza de la mayor parte del campesinado y graves impactos ambientales.

No resulta muy difícil aceptar que el ser humano es un gran depredador que impacta sobre su entorno, sobre las demás especies y sobre el conjunto de la naturaleza, como ningún otro ser vivo de cuantos habitan el planeta Tierra. Si el asunto se quedara ahí no habría nada más que decir, solo esperar a que la naturaleza, en su momento, generara fuerzas en contra de este dominio y restableciera su orden. Sin embargo, hay un problema: el ser humano es capaz de pensar y, con independencia de lo que se entienda por esta facultad, lo cierto es que de forma más o menos consciente ha sido capaz de construir un mundo artificial ajeno –o al menos distante– a las leyes de la naturaleza. Uno de los componentes de ese mundo artificial es el relacionado con las formas de satisfacer sus necesidades alimentarias, seguramente el más básico de todos.

Cubrir las necesidades de alimentación ha sido uno de los motores del cambio técnico y en la organización humana desde las sociedades cazadoras y recolectoras hasta la actualidad. Evitar el hambre ha sido y continúa siendo uno de los objetivos irrenunciables de cualquier sociedad. Sin embargo, en la actualidad, cuando se está en las mejores condiciones para lograrlo, aparecen motivos de preocupación sobre cómo se está consiguiendo, hasta el extremo de que lejos de garantizar la sostenibilidad del modelo alimenticio se puede estar en la antesala de otras catástrofes a cuya gestación está contribuyendo claramente la forma en que se satisface la necesidad de alimentos.

En efecto, la lucha contra el hambre comienza a dar resultados positivos, de hecho las Naciones Unidas estiman que en 2010 respecto a 1990 aproximadamente 700 millones de personas menos vivían en condiciones de pobreza extrema. Por su parte, la FAO estima que el número de personas subnutridas ha descendido desde los 1.015 millones en 1990/92 a 842 millones en los años 2011/13. Es decir, a pesar del crecimiento demográfico y de la persistencia de la desigualdad en las condiciones de vida entre las distintas regiones del mundo, el hambre como factor de vulnerabilidad económica característico de amplios sectores de la población puede estar a un paso de ser una pesadilla del pasado.

Entre las explicaciones de este resultado se encuentran múltiples argumentos, que incluyen desde el conocimiento científico de las leyes de la naturaleza que afectan a la productividad del suelo de uso agrario y la tecnificación de las labores agrarias, hasta los sistemas de apoyo a la agricultura o la ampliación de los mercados de alimentos, facilitados por la apertura comercial internacional; pero en resumen se puede decir que ha sido la industrialización de la alimentación, la incorporación de la producción alimentos al sistema industrial lo que ha favorecido el incremento de la oferta de alimentos y la mejora de su disponibilidad.

Alejamiento de las pautas naturales

Ahora bien, este proceso, al igual que con el conjunto de la actividad económica ha producido un efecto especialmente paradójico en el caso de la alimentación: el alejamiento de la lógica de la producción y del consumo de las pautas naturales. La industrialización de la alimentación ha consolidado un sistema de producción y distribución de alimentos que obedece a las normas del sistema económico general, alejándose progresivamente del carácter natural que lo sustenta.

Los efectos negativos de este proceso son múltiples, pero interesa indicar tres de ellos: el primero, es la consolidación de lo que Samir Amin ha denominado “régimen alimentario corporativo” a nivel mundial; el segundo, la creciente y más estrecha relación entre pobreza y campesinado; y el tercero, la acentuación de los problemas ambientales, consecuencia directa de los dos anteriores.

La consolidación del “régimen alimentario corporativo”, es decir, de un sistema de producción, distribución y consumo de los alimentos a nivel mundial, en el que el dominio de las grandes corporaciones marca las pautas de la producción, distribución y consumo de alimentos, está dentro de la lógica de la expansión y consolidación del sistema capitalista y de sus instituciones básicas: la propiedad privada de la tierra y el libre comercio. A ello ha contribuido, de forma decisiva, la prioridad que las políticas agrarias han dado a la mejora de la eficiencia económica, de la competitividad de las producciones agrarias como forma de atender a las demandas de alimentos de forma segura y asequible, es decir, según los criterios de la economía de mercado.

Como consecuencia, la producción de alimentos ha sido objeto de una enorme división del trabajo, que incluye la selección de semillas, la mejora de las condiciones agronómicas de la tierras o los métodos de cultivo, y también de las condiciones de su comercialización, promoviendo la selección de variedades, marcando pautas de conservación y manipulación, según criterios de variedad o comodidad incorporados a ciertas interpretaciones del bienestar. Empresas como BASF AG, Bayer, Deere Company, Dole Food Co, Monsanto, Nestlé S. A., Kraft Foods Inc., Wall-Mart Stores o Carrefour son algunas de las referencias del sistema agroalimentario mundial. Simultáneamente, los alimentos también son objeto de intermediación financiera y así lo acredita el Chicago Board of Trade o el Chicago Mercantil Exchange, avanzadilla de la innovación en los mercados de futuros.

Empobrecimiento del campesinado

El segundo de los efectos apuntados, el relativo al empobrecimiento de los campesinos, es resultado de la progresiva incorporación de los alimentos al comercio internacional y a sus normas. La pobreza de los pequeños agricultores es una constante entre las caracterizaciones de las economías subdesarrolladas, que la globalización de los mercados de alimentos ha venido a agravar. La competitividad en los mercados internacionales justifica la concentración de la propiedad y exige disponer de capacidad financiera suficiente para afrontar las inversiones exigidas por la competitividad internacional, aspectos estos que también cuestionan la viabilidad de las pequeñas explotaciones agrarias en las economías desarrolladas.

En este escenario, las reformas agrarias han perdido la dimensión social que tradicionalmente tenían y han sido sustituidas por políticas de modernización que excluyen a los campesinos pobres y consolidan el régimen corporativo anteriormente descrito. Consecuencias visibles de este proceso circular son las crecientes dificultades para erradicar la pobreza en las economías campesinas de los países más atrasados, que chocan con los buenos resultados de sus economías nacionales en la exportación de alimentos, al tiempo que se incrementa su dependencia de las importaciones de insumos para la agricultura (semillas, fertilizantes, pesticidas, maquinaria, etc.).

Aumento de la huella ecológica

Finalmente, en tercer lugar, la producción de alimentos, las prácticas agrícolas inapropiadas y el uso de la tierra han contribuido a aumentar la huella ecológica en términos de consumo de recursos (agua, energía, etc.), de problemas como la contaminación del suelo, agua o aire (sobre todo por emisiones de gases de efecto invernadero), de fragmentación de hábitats o pérdidas de vida salvaje. Las cifras del PNUMA reflejan claramente esta situación, ya que estima que la producción global de alimentos ocupa un 25% de la superficie habitable, un 70% del consumo de agua, un 80% de la deforestación y un 30% de gases.

De cara al futuro, teniendo en cuenta un previsible crecimiento poblacional y, por tanto, una mayor demanda de alimentos (estimada, según la ONU, en un 70,7% más para el año 2050), el modelo agrícola actual debe plantearse que la producción de alimentos sea sostenible y que haga frente a un doble reto, garantizando, por un lado, la conservación del entorno, el mantenimiento de la biodiversidad agrícola y el uso sostenible del agua y de la tierra, y, por otro, considerando los aspectos del conjunto del sistema agroalimentario, como la adecuación de la dieta, el acceso, la soberanía y seguridad alimentaria. Esta es la línea seguida ya por algunos países, que en sus legislaciones hacen referencia a la soberanía alimentaria, como Malí o Ecuador, o a la seguridad alimentaria y nutricional, como Guatemala o Bolivia u otras propuestas similares en México, Nicaragua, Honduras y Costa Rica, entre otros.

Todo ello implica transformar los modelos de producción, distribución y consumo de alimentos. Producir pensando en la reducción de materias primas en el origen y en el aprovechamiento de los subproductos, así como distribuir y consumir de manera responsable y solidaria, evitando el despilfarro y el desecho de alimentos, que, según, la FAO, se estima en 1,3 billones de toneladas al año, lo que equivale a la producción alimentaria de todo el África Subsahariana y permitiría alimentar a millones de personas que padecen hambre.

Sin embargo, estos nuevos modelos han de considerar como elemento determinante de la agricultura los efectos que sobre la misma tiene el cambio climático, por lo que, tal y como indica la Comisión sobre la Agricultura Sostenible y el Cambio Climático, es importante invertir e innovar para que las poblaciones más vulnerables puedan optar a un sistema agroalimentario que se adapte al cambio climático y garantice la seguridad alimentaria, sobre todo de los más desfavorecidos.

Algunas de estas iniciativas se centran en un tipo de agricultura diversificada que promociona la resiliencia de los agroecosistemas ante los continuos cambios económicos y ambientales, además de contribuir a la seguridad alimentaria local y regional. Este modelo agrícola busca el desarrollo y uso de variedades locales tolerantes con el cambio climático, por ejemplo resistentes a las plagas o las sequías o cultivos de cobertura que incrementen la capacidad de retención de la humedad, así como el uso eficaz de los recursos genéticos, con el fin de reducir los efectos negativos del cambio climático en la producción agrícola y en los medios de subsistencia de los agricultores. Es lo que por parte de la FAO se define como agricultura climáticamente inteligente.